El viejo Bob-ob conocía ya cada rincón de su celda: el coral de plástico, las conchas vacías y el motorcillo. Tras mucho entrenar, una noche cogió impulso y saltó el gran muro. Sobrevivió a la caída. Desde la encimera, contempló exultante el mundo real y saboreó cada bocanada de libertad.
"Lo hago porque no tengo ganas de vivir. Porque vivo mal. Estoy anémico, todo el tiempo tengo sueño. No converso. No tengo amigos. Perdona los malos momentos. Sé que al último ya no te importa. Y haces bien. Porque, al fin y al cabo, sabes que soy un caso perdido".
El conductor era hábil. No se sabe cómo pero esquivaba los obstáculos que se encontrada en su camino con destreza muy poco vista hasta entonces. El recorrido era infernal, como siempre, pero ya le quedaba muy poco para acabar. Y en esas estaba cuando sono la temida frase: "¡A cenar!".
Había quedado con un amigo ese mediodía. Era otro de esos exitosos realizadores de publicidad de los 90 que piensan que todos los genios en lo suyo han muerto jóvenes y que, como él, dilapidaron sus fortunas en putas y cocaína.
Se miraron segundos. Estaba enfermo, era cuestión de semanas.
Todo empezó al alba: la luz, el zumbido atronador y las vueltas; y aquella energía invisible que flotaba a su alrededor; y el calor, cada vez más intenso, que llenaba todo su ser. Treinta segundos después, un timbrazo y todo terminó. Luego, le echaron azúcar, pero esa es otra historia.
Un timbre penetrante avisaba. Gritos atronadores se agolpaban en sus tímpanos al subir aquellas escaleras. Intentaba esquivar aquellos cuerpos que parecían abalanzarse sobre él mientras avanzaba. Por fin pudo sacar su manojo de llaves y abrir aquella puerta. Estaba a salvo. Llegar al aula tras el recreo: deporte de riesgo.
Agarrado a la firme barandilla a duras penas conseguía mantenerse erguido. Intentaba recuperar la compostura, pero sus pies ya no acataban las débiles órdenes de su cabeza. Su estómago centrifugaba locamente en un programa enérgico y mientras sus ojos huían de la terrible hostilidad del sol, logró balbucear: ¡maldito crucero!
Nos casamos en verano. Él con su niqui azul, yo con mi lazo blanco. En otoño nuestras manos se soltaron: yo empecé en el instituto, él se marchó al seminario. Teníamos once años y no volvimos a mirarnos. Él escondió nuestra historia; yo, los anillos plateados de papel de caramelo.
—Desde que le conocí, tengo la maldita sensación de que Jane Austen escribió "Cualquiera, en su sano juicio, se habría vuelto loco por ti" inspirándose en él, en una vida anterior o algo.
—¿Si piensas eso de él, por qué no le volviste a llamar?
Tropecé con tus dulces ojos y retiré los míos, me asustaba el compromiso. Eras guapo, tu frondoso pelo blanco no ocultaba tu juventud. Aquellas desconocidas te llamaban, Julián. Hoy, me acuerdo de ti. ¿Estabas perdido o abandonado?
Cada vez que me cruzo con un labrador, te vuelvo a ver, Julián.
Un velo plomizo cubre el acantilado. German, atrapado en la bruma, cuelga de una roca oscura. Piensa en ella y su último beso. Un involuntario movimiento le precipitaría al abismo.
—¿Cómo será mi hijo? —se pregunta—. Apenas una ecografía.
El peñasco cruje, gime. Olas gigantes rompen sus botas.
—Los zapatos. ¿Me los has comprado?
Me he caído por las escaleras. Sigo vomitando, dolor de cabeza.
—Son los rojos de tacón.
No he dormido en toda la noche. Voy zombie.
—Los de ante, del escaparate.
Estoy mareada.
—¿Los tienes? ¡Dímelo!
¡Hermana, por Dios, quieres callarte!
—Egoísta eres siempre, joder.
Está sentado bajo el porche de la noche, las estrellas solo muestran su reflejo recatado, no ha lugar a eventos radiofónicos narrados con la misma cadencia en la voz con la que pasa un avión de pasajeros. No, no se atisban objetos extraños, ni relatos ufológicos para agrado del geko.
Mi vida depende exclusivamente del comandante. Por error se le oye decir por megafonía:
—Sí, me pagan por equivocarme.
Con mi portátil redacto la noticia de portada de todos los diarios de mañana, pocos minutos antes de quedarnos sin luces. Nadie tendrá que pagarle más por equivocarse.
Todo empezó el día en el que ÉL decidió quedarse conmigo. Después llegaron una larga lista de inseparables, unos muy parecidos a ÉL y otros consecuencia del mismo.
Pasado el tiempo tomé una decisión, marqué unos plazos y fijé el objetivo. Por fin me quitaré LOS kilos que me sobran.
Todos le decían que estaba enamorado de ella por la forma en la que la miraba fijamente a los ojos y ella los creía, ilusionada. Pero lo que ninguno sabía era que él miraba fijamente a la persona de la que estaba realmente enamorado, a su reflejo, a él mismo.
Trabajaba en la galería desde que nació. Allá abajo, a oscuras, con poco oxígeno. Unas veces, adecentaba el almacén; otras, colocaba las provisiones. Siempre en situaciones penosas, cargando más peso del soportable, yendo y viniendo sobre sus pasos. Pero sabía que era una hormiga y no tenía derecho a quejarse.
Desde hace tres meses, noche tras noche, ella aguarda en la barra del bar a que termine su jornada para confesarle lo mucho que le gusta. Él, que no la soporta, espera a que beba lo suficiente para llamar a un taxi y que se la lleve a su casa.
Venían enfadadas de clase de maquillaje, todas con el mismo tono de labios. ¡Qué campo de amapolas agitado por el viento! El profesor habló. Inmensas mariposas azules y negras revolotearon hasta posarse una a una. Sigiloso, pudo acariciarles el alma en aquella burbuja mágica que explotó al sonar el timbre.
La última vez que me castigaron en la escuela, la maestra me mandó escribir en la pizarra cincuenta veces 50 palabras. Sin rechistar escribí 2.500 y sorprendido ella me premió con un 10 en matemáticas y en escritura. Ahora, escribiendo estas 50 palabras, no creo que me gane premio alguno.
"¡Eres un idiota!", le gritó uno. "¡Gilipollas!", otro. "¡Danos tu bocadillo!", le amenazaron el martes. "Si no quieres cobrar, nos traerás mañana veinte euros", el miércoles. "¿No estás exagerando? Son bromas entre compañeros". "¡Olvídalos!".
Una cuerda y una viga bastaron para que, con solo trece años, encontrara una libertad usurpada.
Las Osas cazan de noche, y evitan a los perros tontos que ladran a la luna, a los padres con sus niños curiosos y a los insensibles hombres de ciencia que quieren estudiarlas. Prefieren otras presas, las que intentan atraparlas, como trofeo para sus amadas, esas ingenuas criaturas: los poetas.
A un lado, el precipicio; al otro, una manada de lobos hambrientos. Y en ese preciso instante de indecisión, recordé con claridad a la vieja gitana que me clavó las uñas en la palma de mi mano cuando vio mis dos líneas de la vida, una corta y otra larga.
Manuel logró viajar en el hiperespacio. Solo tuvo que plegar el universo y hacer coincidir origen y destino.
Mas luego siguió haciendo dobleces hasta formar una pajarita.
La contempló entonces flotar en la nada, azul y cuajada de estrellas. Y vio Manuel que era hermosa.
"¡No saltes!", le gritaban despavoridos sus familiares. La abuela hizo oídos sordos a sus súplicas. Inspiró tan hondo como pudo. Dio un paso, y se dejó caer al vacío. La salpicadura empapó a los nietos. El planchazo resonó atronador en la piscina. No se lanzó más del trampolín ese verano.
No se asustó al verla, el niño quedó cautivado por su vuelo. Raudo acudió a la aldea y vociferó el hallazgo ante sus incrédulos vecinos. Los más ancianos, tras breve reunión, anunciaron que había esperanza para una vida mejor; hace poco avistaron un pez y hoy, al parecer, una paloma.
Li Xau dormía cada noche en un castillo de cartón de marca blanca. Aunque cuentan sus vecinos que a veces lo hacía bajo cartones con el logotipo de unos grandes almacenes.
Había noches en las que lloraba. Anhelaba su vida en China cuando era ladrón de woks y se quería.
Adelantó el pie, tal vez era el paso seguro. Tras la espera inocua decidió bajarlo para ver qué sucedía; sintió frío, y se dejó ir en él. El tiempo fue corto, el silencio nació, hasta que el estruendo de su cuerpo contra el suelo despertó el vuelo de las palomas.
Jesusito no podía dormir. Soñó que sufriría un calvario. Se puso a contar estrellas. Una vez las contó todas y ahora faltaba una. Lloró una eternidad y luego se durmió. Al despertar, encontró la estrella que faltaba. Brillaba en el firmamento. Sola. Rotunda. Decidió darle un nombre. La llamó Sol.
Los ojos de la anciana, sentada frente a Javier, reflejan el miedo y la ira mientras habla por teléfono.
Inesperadamente su cuerpo se dobla.
Javier, arrodillado, intenta reanimarla.
—Enhorabuena, acaba de salvar a una peligrosa delincuente buscada por la Interpol durante años.
Un día Penélope se hartó de coser. Mandó a su hijo en busca de Odiseo y decidió invitar a su cama a un pretendiente cada noche, pues ya era hora de elegir. Una primera ronda no le fue suficiente, así que volvió a empezar. Y no se dio cuenta Homero.
Golpea su cabeza contra el suelo. Desgarra progresivamente sus cuerdas vocales. Sonidos que marcan el comienzo de un nuevo día para sus padres. La intensidad de los gritos es ensordecedora y sin embargo nadie escucha su voz, su llamado desesperado de ayuda. Ella comienza otro día encerrada en su cuerpo.
Con ambas piernas fracturadas resultó Kimberly, al caer desde la escalera de su casa mientras huía. Según se supo, fue amenazada por una mujer que buscaba a su marido. La esposa ofendida le advirtió de que si destruía su hogar se arrepentiría.
Kimberly, entre lágrimas, exigía su derecho a amar.
Miró de nuevo hacia abajo y pensó que solo necesitaba unos pocos centímetros más para sentirse totalmente feliz. Ninguna mujer volvería a rechazarlo porque resulta que el tamaño sí importa. Estaba decidido a hacerlo. Releyó el anuncio:
"Hasta 7 cm más grande —decía—. Usted ya no podrá abandonar sus zapatos".
Vanessa vislumbró el final del pasadizo a apenas unos metros. El olor del bosque llegaba hasta ellos. Cuando la libertad le arañaba la piel, el miedo le mordió la nuca y atenazó su cuerpo.
El estrépito de las armaduras sonó detrás de ellos. Les habían cogido.
Había pasado otra primavera y yo seguía esperándote en ese banco. Pero esta vez intentando olvidarte. Quiero olvidar esas diminutas manos y esa sonrisa enternecedora.
Así que he decidido perseguir a esa nube con tu contorno angélico y meter toda mi vida en una maleta. ¿Todavía cabrías en ella?
El miserable se acostó a dormir. Inmediatamente después, al otro lado del mundo, un enamorado se despertaba y se vestía para ver a su amada. Al dormir regresaba.
Su sueño era la vida del contrario, ninguna más real que otra. Invariablemente uno disfrutaba un cielo y el otro una pesadilla.
Al mismo tiempo en que Isidro Gutiérrez inexplicablemente se despeñaba por un barranco, las campanas repicaron con aquella sonoridad inigualable, única. La feligresía, presente durante la ceremonia, nunca supo explicarse quién podía estar tañéndolas. Solo el padre Martín, de cuerpo presente tras su misteriosa y violenta muerte, las tocaba así.
Odiaba tomar decisiones. El simple hecho de tener que enfrentarse a una disyuntiva la enervaba y aquí de poco, o nada, le servía su dilatada experiencia. Con el interrogante acampando en su cabeza, bajó de nuevo la mirada: un Jimmy Choo en el pie derecho, un Prada en el izquierdo.
Salgo del trabajo y regreso —ilusionado— a mi palacio de pladur y paredes desconchadas; allí me espera mi princesa cautiva. Hoy cumplimos un mes juntos. Le llevo un ramo de rosas y bombones. Si se porta bien, tal vez le suelte las correas y compartamos cena juntos, en la mesa.
La dulce melodía llegó suavemente a mis cálidos pensamientos, turbios por el aromático vino. Me sentí viva, alegre, mis labios sonrieron empujados por la sensación de paz. Aromas de bienestar llegaron a mis sentidos, tapando cualquier atisbo de soledad. Amé el momento, la música, me amé... llevándome a la tranquilidad.
Yo tenía muy claro que, si ella se iba, detrás irían todas sus fieles. Y así fue, ella salió y después, una tras otra, rodaron por mis mejillas. Yo, inmóvil, sólo pude secar su inseparable séquito de amargas lágrimas.
Era ya muy tarde para que estuvieran aún por la calle. Pensé: "Hay madres que no deberían tener hijos". En ese momento llamaron a la puerta. Miré por la mirilla porque no esperaba visita alguna. Era ese policía apuesto con un niño rubio de la mano. Era mi hijo querido.
Los críticos coincidían en que su obra representaba una oleada de aire fresco y creatividad en la literatura actual de terror. Destacaban sus macabros personajes, los ambientes lúgubres, decadentes y sobre todo los siempre dramáticos finales del protagonista.
Y el engreído espectro siguió inspirando cada noche una historia al escritor.
El lunes mi supervisor completó su metamorfosis. Los colmillos son de ofidio adulto y las escamas adquirieron su color definitivo. Mi familia pende del techo y, cada noche, vuela feroz en busca del alimento que no puedo proporcionarles. Quiero solucionarlo, pero va a ser imposible. Creo que me falta imaginación.
Escrito por Jerónimo Hernández de Castro - Facebook
Se alojó en el nido, los restos del plumón que le quedaban abrigaron su cuerpecillo laxo, casi frío. Había perdido la posibilidad de volar, la de cantar, la de esponjarse en las fuentes.
Al alba lo encontró el sol y, entre las ramas entrelazadas, también dormía una carta de desahucio.
Se despertó, despegó su cara del brazo donde la tenía apoyada. Con la otra mano se limpió la comisura de los labios, levantó el brazo de la taza del retrete. No recordaba nada de la noche anterior, tenía frío y le dolía todo el cuerpo, pero así se sentía feliz.
Al morir, un hombre que había vivido en santidad notó con sorpresa cómo su alma descendía al infierno. "No te quejes —le reprendió el Diablo cuando llegó allí—: has dado tu vida por los demás y salvado muchas almas pecadoras. Es justo que yo ahora reclame lo que me pertenece".
Su cuerpo desnudo, hermoso, con músculos bien definidos... No entiendo por qué se cubrió enseguida, ocultando su voluble apéndice que tanto me hacía disfrutar.
Yo, en cambio, sí tenía motivos para avergonzarme. La pérfida serpiente, mientras mordía el sabroso fruto, me susurró al oído: "Cuidado, no comas mucho, estás engordando".
Sólo recibía noticias tristes. Era una situación que se le escapaba de las manos. Apagó el móvil un día entero, en ese paréntesis se sintió muy tranquilo; cuando lo encendió le llamaron con gritos. Probó a apagarlo una semana, vio cientos de llamadas perdidas. Cambió de número, cambió de vida.
"Y al chasquido de mis dedos verás a todas las mujeres desnudas" dijo el mentalista. Fulgencio Gutiérrez abrió los ojos como platos. Rápidamente oteó a las féminas de la sala. Su mirada siempre hacia abajo. En la residencia hacía tiempo que la fuerza de la gravedad había ganado la batalla.
Prefiero recordarla así, con la melena al viento y una sonrisa valiente dibujada en la cara, cabalgando cada vez más rápido hasta perder el control. Con aquella imagen inocente que se dibujó en nuestra mente de siete años cuando nos comunicaron que la tía había muerto por culpa del caballo.
A lo lejos la vi sacando toda la ropa. Agarró a mi gemelo. Miró otra vez dentro de la lavadora extrañada. Le grite "¡Estoy aquí!", pero ella parecía no poder verme.
"Y ahora, ¿qué hago con un solo calcetín?", pensó. Y tiró a mi hermano a la basura.
La segunda tardó unos segundos en caer, pero a partir de ese momento la lluvia se hizo torrencial. La salamanquesa estuvo un rato mirando impasible, como hipnotizada, desde el alféizar de la ventana. Luego desapareció y no volvió a salir en dos semanas.
Se dio la vuelta y se dejó abrazar, disimulando sus lágrimas. Era la segunda noche consecutiva que le contestaba que Milagros si nacía niña y Constancio si resultaba varón; que se odiaba por su cobardía egoísta; que igual deberían hablar, pero callaba, mientras el DIU le abrasaba en su interior.
Escrito por Nicolás Jarque Alegre - Web Elegido mejor relato de mayo de 2014
Pone el punto final y deja la hoja escrita sobre la mesa, va a la habitación donde esperan dos maletas. Un niño entra corriendo y de sus dedos despega un avión, que se estrella contra su pecho. Entre los escombros de la nave descubre que hay un "ombre": una errata.
No le crecían las lechugas y no entendía por qué. Las regaba, usaba el mejor abono y las desparasitaba todas las tardes, impaciente por tener una cosecha que le permitiera hacerse sabrosas ensaladas. Pero no conseguía que las raíces se agarraran a la mata. Tal vez debiera cambiar de champú.
Te defino mejor en esa oscuridad nocturna donde los recuerdos adquieren una nitidez superlativa, tanto que olvido que debería empezar a superarlo. Acabo bailando desasosegado con los monstruos de mis sueños.
Encerradas mis esperanzas en esa urna de cerámica llena de ti y cubierta por el polvo de tu ausencia.
La sirena coleaba herida de muerte sobre la arena de la playa donde había quedado varada. Una ola gigante la había arrastrado hasta allí. Los efectivos de la Cruz Roja la trasladaron urgentemente al hospital, pero las autoridades locales fueron firmes: es un caso claro de inmigración. ¡Devuélvanla al mar!
Habían conseguido engañarlos a todos. Trapicheando con el cariño, el amor y el respeto, eran capaces de reír sin ganas, poner falsas caras tristes y llorar lágrimas de gaseosa. Solo se movían por su propio interés y lo habían conseguido: les habían declarado herederos universales de una sarta de mentiras.
Me he levantado, bajado las escaleras, entrado al baño, a la cocina. Mientras hago el desayuno, escucho la radio y a los pájaros piar. Subo a vestirme, cojo la mochila y las llaves del coche, no olvido dejar una nota y me marcho sin decir adiós. Veinte años esperando escapar.
Lo último que vio antes de que el muchacho se tirara al convoy fueron sus transparentes y grises pupilas, pero él no tenía tiempo, la diálisis le esperaba.
En el hospital le recibieron con impaciencia. Había llegado un donante.
Al firmar la autorización unos ojos transparentes y grises le sonreían.
A mucha gente le ha llegado ese día que parece que es como todos los demás aunque no lo es. Decides que te atreves, y de repente tienes los billetes de avión para ir a otro lugar y otra vida en tus manos. Es ahí cuando comienza la gran aventura.
Durante semanas, discretamente, estuvo al acecho, llegando a conocer detalles nada nimios, como que Juani limpiaba de ocho a nueve o que Manolo, el director, acudía los miércoles a la central. Memorizó la distribución interior, localizó las cámaras de seguridad…
Le había tocado el premio gordo. 24.478, su fecha de nacimiento. Se sintió de pronto como una niña pequeña. El miedo la invadió y se echó a llorar. Recordó la lucha de su madre y la herencia que le había dejado. "Puta vida", pensó mientras salía del servicio de oncología.
El sonido, agudo y breve, llegaba a sus oídos exactamente cada cuatro segundos sin origen aparente.
Obsesionado, subió al desván. La débil madera crujió bajo sus pies antes de que pudiera darse cuenta de que se precipitaba hacia el vacío. En su bolsillo seguía sonando la alarma del maldito móvil.
Cuando soñaba el día especial que por fin hoy ha llegado, era imposible recrear la ilusión de este momento. Lo tengo todo preparado desde hace semanas: la ropa, los complementos, hasta el último detalle, todo perfecto, con un cuidado escrupuloso.
Cuando disparó contra él, sabía que su conciencia no le dejaría dormir, había pasado muchos años a su lado pero no le quedó más remedio que hacerlo, tenía la nevera vacía y el hambre hacía acto de presencia. Miró el cuerpo ensangrentado de su perro pensando que aquel día comería.
Siempre he sido más auditiva y "quinestésica" que cualquier cosa. Pero cuando me cuesta entender una situación, opto por un lápiz, un papel y mi soledad. Entonces la describo, la dibujo y cierro mis ojos. Así he podido lograr entender dónde estoy para conseguir cómo salir con éxito del laberinto.